El escritor José Antonio Azpeitia colabora en el libro Uni..versos para Somalia. Para este blog nos ha dejado otro de sus poemas y además, un fragmento de Un pastor alemán en Mogadiscio, del escritor somalí Nuruddin Farah.
La Violencia
y el hambre...en Somalia
La violencia
y el hambre son hermanos,
querer
sobrevivir, es su sustancia
la cruel
guerra de tribus, consecuencia.
Las gentes
oprimidas presa fácil
Los pueblos
opresores muy taimados,
cultivan la
ignorancia del humilde...
¡Que sigan
trabajando para ellos!...
Somalia ha
sido siempre como el resto
del África
cautiva por Europa
el cuerno de
riquezas escondidas
que viejos
conocidos explotaron
Francia, la
Alemania, la Augusta Italia
formaron una
entente muy “cordiale”...
del remate
se encarga el Reino Unido.
Ya son
veinte millones de habitantes
que añaden a
su crisis, la del mundo,
no es fácil
que esto pueda resolverse
sabiendo
quien dirige sus destinos...
Los pocos
que queremos soluciones
tenemos poca
fuerza, ningún arma.
Los grupos
financieros son ajenos
al mundo de
dolor y de miseria.
En Wall
Street, se cuentan las monedas
que llenan
los bolsillos poderosos...
El fin de
este desmadre se aproxima,
no quiero
ser profeta del desastre,
Vosotros
sacareis las consecuencias
¿No quedará
una piedra sobre piedra?...
escrito por -
azpeitia -
Nuruddin Farah (Escritor Somalí)
Un pastor alemán en Mogadiscio (fragmento)
" Y entonces se abrieron las compuertas de su memoria e inundó su mente una imagen procedente del pasado, una escena en la que un crío salió en defensa de un perro maltratado. Y los dos grandullones que lo torturaban la emprendieron entonces a golpes con él, con Jeebleh, por haberles pedido que dejaran de martirizar al animal. Años más tarde, se enteró de que uno de aquellos matones había recibido el castigo que merecía: murió de la rabia, a causa del mordisco que le dio en defensa propia un perro aquejado de esa enfermedad. ¡Ánimo!, dijo entonces Jeebleh para sí, hizo acopio de valor y le dijo al jovenzuelo del sombrero de vaquero que dejara de molestar al perro, y, que si no le obedecía, tendría que vérselas con él. Su expresión no traslucía ni asomo de miedo, su voz era firme y decidida, y su actitud mostraba una absoluta seguridad en sí mismo. Al cabo de unos instantes, tuvo la seguridad de que la mayor parte de los allí presentes estaban de su parte. Le dio miedo, sin embargo, el hecho de que las armas de los jóvenes le apuntaran, y temió lo que pudiera pasar si la pequeña multitud hacía algún movimiento y unía sus esfuerzos para ayudar al animal. Esperó unos momentos conteniendo el aliento, sin saber qué hacer. Al fin, lleno de ira, avanzó con paso decidido hacia el joven del sombrero de vaquero, lo cogió por la piel de la nuca y, al tiempo que lo levantaba del suelo, miró con aire desafiante a sus guardaespaldas, que seguían apuntándole con sus armas. Con voz firme y tonante, le dijo al jovenzuelo que lo mataría si volvía a martirizar al perro. Al principio, el animal parecía más asustado de lo que Jeebleh había supuesto: tenía la cola entre las patas y la boca entreabierta, su lengua no se movía y tenía los ojos vidriosos. Era la encarnación del miedo. Jeebleh sintió que lo invadía una tremenda tristeza, como si entre la perra y él se hubiera operado un fenómeno de transferencia psíquica. Se sentía como si fuera el pastor alemán al que acababan de propinar aquella tunda... Sin dirigirse a nadie en particular, con la voz vibrante como la cuerda tensa de un arco, dijo que la violencia era intrínsecamente mala, y que cuando se acepta sin rechistar nuestra humanidad queda en entredicho. Y añadió que aquel jovenzuelo, al que seguía agarrando del pescuezo, muy bien podría acabar siendo un sádico torturador. "....
Un pastor alemán en Mogadiscio (fragmento)
" Y entonces se abrieron las compuertas de su memoria e inundó su mente una imagen procedente del pasado, una escena en la que un crío salió en defensa de un perro maltratado. Y los dos grandullones que lo torturaban la emprendieron entonces a golpes con él, con Jeebleh, por haberles pedido que dejaran de martirizar al animal. Años más tarde, se enteró de que uno de aquellos matones había recibido el castigo que merecía: murió de la rabia, a causa del mordisco que le dio en defensa propia un perro aquejado de esa enfermedad. ¡Ánimo!, dijo entonces Jeebleh para sí, hizo acopio de valor y le dijo al jovenzuelo del sombrero de vaquero que dejara de molestar al perro, y, que si no le obedecía, tendría que vérselas con él. Su expresión no traslucía ni asomo de miedo, su voz era firme y decidida, y su actitud mostraba una absoluta seguridad en sí mismo. Al cabo de unos instantes, tuvo la seguridad de que la mayor parte de los allí presentes estaban de su parte. Le dio miedo, sin embargo, el hecho de que las armas de los jóvenes le apuntaran, y temió lo que pudiera pasar si la pequeña multitud hacía algún movimiento y unía sus esfuerzos para ayudar al animal. Esperó unos momentos conteniendo el aliento, sin saber qué hacer. Al fin, lleno de ira, avanzó con paso decidido hacia el joven del sombrero de vaquero, lo cogió por la piel de la nuca y, al tiempo que lo levantaba del suelo, miró con aire desafiante a sus guardaespaldas, que seguían apuntándole con sus armas. Con voz firme y tonante, le dijo al jovenzuelo que lo mataría si volvía a martirizar al perro. Al principio, el animal parecía más asustado de lo que Jeebleh había supuesto: tenía la cola entre las patas y la boca entreabierta, su lengua no se movía y tenía los ojos vidriosos. Era la encarnación del miedo. Jeebleh sintió que lo invadía una tremenda tristeza, como si entre la perra y él se hubiera operado un fenómeno de transferencia psíquica. Se sentía como si fuera el pastor alemán al que acababan de propinar aquella tunda... Sin dirigirse a nadie en particular, con la voz vibrante como la cuerda tensa de un arco, dijo que la violencia era intrínsecamente mala, y que cuando se acepta sin rechistar nuestra humanidad queda en entredicho. Y añadió que aquel jovenzuelo, al que seguía agarrando del pescuezo, muy bien podría acabar siendo un sádico torturador. "....